Así yo hace casi seis años…
Me acuerdo del increíble shock de recibir la noticia, por segunda vez en la vida: “tienes cáncer”…y mi reacción inmediata fue lo que hacía todos los días de mi vida: actuar, ejecutar, resolver, accionar. Pensé…”OK, ya me dijeron que me tienen que quitar esto, pues que me lo quiten ya que tengo muchas cosas que hacer y muchos pendientes en puerta, órale, a darle de frente a este tema, ¿qué hay que hacer?”
Y así, después de cinco días de haberme sentido una “bolita”, estaba yo ya operada, en una sala de recuperación del hospital, a dos días de la Navidad viendo el techo y el reloj que avanzaba lentamente, muy lentamente. Y yo literalmente desesperada y cayendo en cuenta de que estaba muy cabrón lo que me estaba pasando.
Esos primeros días antes de la cirugía fueron de dejar tareas, avisar en el trabajo, llenar los papeles del seguro, programar la cirugía, cerrar las citas agendadas y repartir pendientes en mi equipo. Me entró el acelerador (¡nada raro!) y preparé todo sin ayuda….obvio nunca la he necesitado (what?...estaba yo loca). Y ya teniendo todo en orden, les avisé a mis papás y a mi hermano un día antes de la cirugía. Estaba todo ya listo y planeado. No había nada que hacer, sólo esperar. (¡¡¡No sabía cómo esperar…siempre todo lo hacía a mil por hora!!!)
En sólo cinco días entendí que mi vida estaba en pausa….¿cómo? ¿pausa sin planear? ¿vacaciones sin agendar? ¿descanso con tantos pendientes? ¿neta descanso? ¿frenar por completo? ¿qué es esto? ¿qué está pasando? No sé que es dedicar tiempo al 100% para mí! No lo necesito! Así estoy bien y tengo mucho que hacer!!! Y no sé lo que es no hacer nada!!!
Así recibí la Navidad y el año nuevo. Sin mucha expectativa y bastante triste de festejar el cierre de año así sin tener control del futuro. Sin control…sin plan aterrizado…viviendo el presente. Durísimo, dificilísimo frenar. Pero con la esperanza escondida de que no necesitaría tratamiento. Soñando con que sólo se tratara de unas cuantas radiaciones.
Y el inicio del año trajo la noticia más dolorosa, seguía un tratamiento de quimioterapias y radiación de un año. Esa noticia terminó de matar mis esperanzas de regresar a mi vida normal, a mi ajetreada y movida vida de tráfico, juntas, presentaciones, llamadas, revisiones, quejas, retos, luego más tráfico y clases de natación de mi hija, correr para cenar en familia, hacer tarea, arreglarme para ir al evento y regresar molida con los pies destrozados del tacón por más de 10 horas pero satisfecha de las felicitaciones. Y después dormir y amanecer para seguir la misma rutina, todos los días de lunes a viernes.
Y es que cuando somos ejecutivas, nos compramos la historia de que hay que estar en todo, que somos fuertes, invencibles, rudas, poderosas, exitosas, inteligentes, hábiles, duras, preparadas, organizadas, todopoderosas y creemos que podemos controlar todo, el trabajo, a los hijos, al marido, al jefe, al equipo y hasta nuestra propia vida. Y nos enamoramos del poder y del reconocimiento y nos olvidamos de lo que es verdaderamente importante: la salud, la familia, el presente, la realización de nuestros hijos, el tiempo “de calidad” con nuestras parejas, las conversaciones profundas con nuestros padres y nuestros abuelos (si tenemos la bendición de tenerlos), las risas sin prisa con las amigas, las canciones cantadas a todo volumen en el coche, el baile, el cocinar sin un plan, caminar descalza en el pasto, asombrarse con las hermosas jacarandas, leer hasta las lágrimas, meditar, llorar, aprender a ver el techo, a ver el cielo sin prisa, regalar tiempo a alguna causa, ayudar a los que lo necesitan, saborear la comida, el café, aprender a agradecer…
Y hoy doy gracias al cáncer, por haberme enseñado a frenar, por haberme ayudado a dedicar tiempo para encontrar mi misión de vida, por haberme llevado al extremo de tener que sacar lo mejor de mí para superarlo. Por haberme convertido en mi mejor versión, sin títulos, sin posiciones, sin número de empleado.
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